Friday, March 11, 2011

Autodestrucción


Destruimos a nuestros enemigos. Esperamos el momento preciso para destapar sus mentiras, los perseguimos con los medios a nuestro alcance y rezamos para que haya un vasto Infierno que los acoja tras su muerte.
El deseo de destruir lo odiado es un sentimiento humano, y puede ir desde la mala mirada hasta la locura del asesinato.


Pero, ¿qué ocurre cuando el enemigo es ese que ves en el espejo? El mismo que se despierta y duerme contigo, cuyas debilidades detestas y cuyos defectos malamente soportas.
Nunca podrás escapar, porque es tu propio yo. Y hoy se ha convertido en el enemigo íntimo, aquel que vas a empezar a destruir.


Cuando aparece la autodestrucción, los psicólogos lo entienden como un expresivo patrón de conducta, que habla de carencias del pasado y aflicciones del presente.
Las agresiones al cuerpo y el espíritu suelen tener múltiples causas, pero, a veces, es imposible detectar siquiera una.
Hay gente que se hace daño a sí misma porque no tiene mejor cosa que hacer.


Los autodestructivos recurren al daño físico, a la politoxicomanía o a desbordar los límites morales y sexuales, asociando disipación con autodesprecio, transgresión con humillación voluntaria.


La autodestrucción podría considerarse como un suicidio paulatino. En lugar de tomar la vía rápida, se prefiere una desintegración slow-motion, que actúa como expiación de insondables pecados propios.
Montgomery Clift supo que no sería el más guapo nunca más. Matarse durante diez años y mil habitaciones de hotel fue la respuesta.


Cuando la vida es un escaparate, mirarse al espejo puede ser el momento más doloroso del día. Desde Judy Garland hasta Charlie Sheen, los privilegiados derrumban sus carreras y reputaciones, al ritmo que marcan las noches desveladas y los diaforéticos despertares.
No servirá el rehab. Odiarse se ha convertido no sólo en una costumbre, sino en lo único que les queda realmente verdadero.


La autodestrucción es el desafío amargamente irónico de los que pregonan la autoestima y el amor propio como faros vitales.
El ser humano puede odiarse mucho o sólo un poco. A veces, parece que encuentra placer en matarse suavemente.


Los que fuman, los que beben, los que andan con malas compañías, los que se saltan reglas de salud y buena alimentación y los que incumplen deberes; todos conocen a la perfección las consecuencias morales y materiales de sus actos.
Pero desobedecer frívolamente la propia conciencia siempre tuvo su aquel.


Pero el lado extremo, que representa la autodestrucción patológica, es una declaración de guerra al yo.
Y, como toda batalla, es una pérdida de tiempo y una absurdez.
Al final, la guerra necesita la paz, del mismo modo que el más vil de los cuerpos busca el descanso.

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